Shakespeare en la selva

Leo un ensayo muy divertido de la antropóloga Laura Bohannan, Shakespeare en la selva: la historia de Hamlet puede no ser tan universal como parece. Es bastante largo, así­ que si lo queréis leer cómodamente lo mejor será descargar una versión en PDF e imprimirlo. Está tomado de la traducción castellana que hace Francisco Cruces para La cultura, las culturas. Lecturas de antropologí­a social y cultural. Me he tomado la libertad de cambiar algunos sí­mbolos ortotipográficos para, a mi juicio, facilictar su lectura en lí­nea.

Justo antes de partir de Oxford hacia territorio Tiv, en ífrica Occidental, mantuve una conversación en torno a la programación de la temporada en Stratford.—Vosotros los americanos—, dijo un amigo,—soléis tener problemas con Shakespeare. Después de todo, era un poeta muy inglés, y uno puede fácilmente malinterpretar lo universal cuando no ha entendido lo particular—. Yo repliqué que la naturaleza humana es bastante similar en todo el mundo; al menos, la trama y los temas de las grandes tragedias resultarí­an siempre claros —en todas partes—, aunque acaso algunos detalles relacionados con costumbres determinadas tuvieran que ser explicados y las dificultades de traducción pudieran provocar algunos leves cambios. Con el ánimo de cerrar una discusión que no habí­a posibilidad de concluir, mi amigo me regaló un ejemplar de Hamlet para que lo estudiara en la selva africana: me ayudarí­a, según él, a elevarme mentalmente sobre el entorno primitivo, y quizá, por ví­a de la prolongada meditación, alcanzara yo la gracia de su interpretación correcta. Era mi segundo viaje de campo a esa tribu africana, ya me encontraba dispuesta para establecerme en una de las zonas más remotas de su territorio —un área difí­cil de cruzar incluso a pie—. Al final me situé en una colina que pertenecí­a a un anciano venerable, cabeza de una explotación doméstica de unas ciento cuarenta personas, todos ellos parientes próximos de él, o bien mujeres e hijos suyos. Al igual que otros ancianos en los alrededores, pasaba la mayor parte de su tiempo ejecutando ceremonias de las que apenas pueden verse hoy dí­a en zonas de la tribu que son de más fácil acceso. Yo estaba encantada. Pronto vendrí­an tres meses de ocio y aislamiento forzosos, entre la cosecha que tiene lugar antes de la época de las crecidas y el desbroce de nuevos campos tras la retirada de las aguas. Entonces, pensaba yo, tendrí­an más tiempo para ejecutar ceremonias y para explicármelas a mí­. Estaba muy equivocada. La mayorí­a de las ceremonias exigí­a la presencia de los hombres más viejos de varios poblados. Cuando las inundaciones comenzaron, a los ancianos les resultaba demasiado difí­cil ir caminando de un poblado a otro, y las ceremonias fueron cesando poco a poco. Cuando las inundaciones se hicieron intensas, toda actividad quedó paralizada, con una sola excepción. Las mujeres preparaban cerveza de mijo y maí­z, y hombres, mujeres y niños se sentaban en sus colinas a beberla. Empezaban a beber al alba. A media mañana el poblado entero estaba cantando, bailando y tocando los tambores. Cuando lloví­a, la gente se tení­a que sentar en el interior de las chozas, donde o bien bebí­an y cantaban, o bien bebí­an y contaban historias. En cualquier caso, al mediodí­a o antes yo ya me veí­a obligada a unirme a la fiesta, o si no, a retirarme a mi propia choza con mis libros.—No se discuten asuntos serios cuando hay cerveza. Ven, bebe con nosotros—. Dado que yo carecí­a de su capacidad para aquella espesa cerveza nativa, cada vez pasaba más y más tiempo con Hamlet. La gracia descendió sobre mí­ antes de que acabara el segundo mes. Estaba segura de que Hamlet tení­a una sola interpretación posible, y de que ésta era universalmente obvia. Con la esperanza de tener alguna conversación seria antes de la fiesta de cerveza, solí­a acudir a la choza de recepciones del anciano —un cí­rculo de postes con un techado de bardas y un murete de barro para guarecerse del viento y la lluvia—. Un dí­a, al traspasar agachada el bajo umbral, me encontré con la mayorí­a de los hombres del poblado allí­ apiñados, con su raí­da vestimenta, sentados en taburetes, esteras y mecedoras, al calor de una fogata humeante al amparo de la destemplanza de la lluvia. En el medio habí­a tres cuencos de cerveza. La fiesta habí­a comenzado. El anciano me saludó cordialmente.—Siéntate y bebe—. Acepté una gran calabaza llena de cerveza, me serví­ un poco en un pequeño recipiente y lo apuré de un solo trago. Entonces serví­ algo más en el mismo cuenco al hombre que seguí­a en edad a mi anfitrión, y pasé la calabaza a un joven para que el reparto continuara. La gente importante no debe tener que servirse a sí­ misma. —Es mejor así­—, dijo el anciano, mirándome con aprobación y quitándome del pelo una brizna de paja.—Deberí­as sentarte a beber con nosotros más a menudo. Tus criados me cuentan que cuando no estás en nuestra compañí­a, te quedas dentro de tu choza mirando un papel—. El anciano conocí­a cuatro tipos de—papeles—: recibos de los impuestos, recibos por el precio de la novia, recibos por gastos de cortejo, y cartas. El mensajero que le traí­a las cartas del jefe las usaba más que nada como emblema de su cargo, dado que siempre conocí­a lo que éstas decí­an y se lo relataba al anciano. Las cartas personales de los pocos que tení­an algún pariente en puestos del gobierno o las misiones eran guardadas hasta que alguien iba a un gran mercado donde hubiera un escribano que las leyera. A partir de mi llegada, me las traí­an a mí­. Algunos hombres también me trajeron, en privado, recibos por el precio de la novia, pidiendo que cambiara los números por sumas más altas. No vení­an al caso los argumentos morales, puesto que en las relaciones con la parentela polí­tica esto es juego limpio, y además resulta difí­cil explicar a gentes ágrafas los avatares técnicos de la falsificación. Como no querí­a que me creyeran tan tonta como para pasarme el dí­a mirando sin parar papeles de esa clase, les expliqué, rápidamente que mi—papel— era una de las—cosas antiguas— de mi paí­s. —Ah—, dijo el anciano.—Cuéntanos—. Yo repliqué que no soy una cantadora de historias. Contar historias es entre ellos un arte para el que se necesita habilidad; son muy exigentes, y la audiencia, crí­tica, hace oí­r su parecer. Me resistí­ en vano. Aquella mañana querí­an escuchar una historia mientras bebí­an. Me amenazaron con no contarme ni una más hasta que yo contara la mí­a. Finalmente, el anciano prometió que nadie criticarí­a mi estilo,—puesto que sabemos que estás peleando con nuestra lengua—.—Pero—, dijo uno de los de más edad,—tendrás que explicar lo que no entendamos, como hacemos nosotros cuando contamos nuestras historias—. Asentí­, dándome cuenta de que allí­ estaba mi oportunidad de demostrar que Hamlet era universalmente comprensible. El anciano me pasó más cerveza para ayudarme en mi relato. Los hombres llenaron sus largas pipas de madera y removieron el fuego para tomar de él brasas con que encenderlas: entonces, entre satisfechas fumaradas, se sentaron a escuchar. Comencé usando el estilo apropiado:—Ayer no, ayer no, sino hace mucho tiempo, ocurrió una cosa. Una noche tres hombres estaban de vigí­as en las afueras del poblado del gran jefe, cuando de repente vieron que se les acercaba el que habí­a sido su anterior jefe—. —¿Por qué no era ya su jefe?— —Habí­a muerto—, expliqué,—es por eso por lo que se asustaron y se preocuparon al verle.— —Imposible—, comenzó uno de los ancianos, pasando la pipa a su vecino, quien le interrumpió.—Por supuesto que no era el jefe muerto. Era un presagio enviado por un brujo. Continúa.— Ligeramente importunada, continué.—Uno de esos tres era un hombre que sabí­a cosas —la traducción más cercana a estudioso— pero por desgracia también significa brujo. El segundo anciano miró al primero con cara de triunfo.—De modo que habló al jefe muerto, diciéndole: “Cuéntanos qué debemos hacer para que puedas descansar en tu tumba”, pero el jefe muerto no respondió. Se esfumó y ya no lo pudieron ver más. Entonces el hombre que sabí­a cosas —su nombre era Horacio— dijo que aquello era asunto para el hijo del jefe muerto, Hamlet.— Hubo un sacudir de cabezas general dentro del corro.— ¿El jefe muerto no tení­a hermanos vivos? ¿O es que el hijo era jefe?— —No—, repliqué.—Esto es, tení­a un hermano vivo que se convirtió en jefe cuando el hermano mayor murió—. Los ancianos murmuraron entre dientes: tales presagios son asunto para jefes y ancianos, no para jóvenes; ningún bien puede venir de hacer las cosas a espaldas del jefe; evidentemente, Horacio no era un hombre que supiera cosas. —Sí­ que lo era—, insistí­ tratando de apartar un pollo lejos de mi cerveza.—En nuestro paí­s el hijo sucede al padre. El hermano menor del jefe muerto se habí­a convertido en jefe, y además se habí­a casado con la viuda de su hermano mayor tan sólo un mes después del funeral.— —Hizo bien—, exclamó radiante el anciano, y anunció a los demás,—Ya os dije que si conociéramos mejor a los europeos, encontrarí��amos que en realidad son como nosotros. En nuestro paí­s—, añadió dirigiéndose a mí­,—también el hermano más joven se casa con la viuda de su hermano mayor, convirtiéndose así­ en padre de sus hijos. Ahora bien, si tu tí­o, casado con tu madre viuda, es plenamente el hermano de tu padre, entonces también será un verdadero padre para ti. ¿Tení­an el padre y el tí­o de Hamlet la misma madre?— Esta pregunta no penetró apenas en mi mente; estaba demasiado contrariada por haber dejado a uno de los elementos más importantes de Hamlet fuera de combate. Sin demasiada convicción dije que creí­a que tení­an la misma madre, pero que no estaba segura —la historia no lo decí­a—. El anciano me replicó con severidad que esos detalles genealógicos cambian mucho las cosas, y que cuando volviese a casa debí­a de consultar sobre ello a mis mayores. A continuación llamó a voces a una de sus esposas más jóvenes para que le trajera su bolsa de piel de cabra. Determinada a salvar lo que pudiera del tema de la madre, respiré profundo y empecé de nuevo.—El hijo Hamlet estaba muy triste de que su madre se hubiera vuelto a casar tan pronto. Ella no tení­a necesidad de hacerlo, y es nuestra costumbre que una viuda no tome nuevo marido hasta después de dos años de duelo—. —Dos años es demasiado—, objetó la mujer, que acababa de hacer aparición con la desgastada bolsa de piel de cabra.—¿Quién labrará tus campos mientras estés sin marido?— —Hamlet—, repliqué sin pensármelo,—era lo bastante mayor como para labrar las tierras de su madre por sí­ mismo. Ella no precisaba volverse a casar—. Nadie parecí­a convencido y renuncié.—Su madre y el gran jefe dijeron a Hamlet que no estuviera triste, porque el gran jefe mismo serí­a un padre para él. Es más, Hamlet habrí­a de ser el próximo jefe, y por tanto debí­a quedarse allí­ para aprender todas las cosas propias de un jefe. Hamlet aceptó quedarse, y todos los demás se marcharon a beber cerveza—. Hice una pausa, perpleja ante cómo presentar el disgustado soliloquio de Hamlet a una audiencia que se hallaba convencida de que Claudio y Gertrudis habí­an actuado de la mejor manera posible. Entonces uno de los más jóvenes me preguntó quién se habí­a casado con las restantes esposas del jefe muerto. —No tení­a más esposas—, le contesté. —¡Pero un gran jefe debe tener muchas esposas! ¿Cómo podrí­a si no servir cerveza y preparar comida para todos sus invitados?— Respondí­ con firmeza que en nuestro paí­s hasta los jefes tienen una sola mujer, que tienen criados que les hacen el trabajo y que pagan a éstos con el dinero de los impuestos. De nuevo replicaron que para un jefe es mejor tener muchas esposas e hijos que le ayuden a labrar sus campos y alimentar a su gente; así­, todos aman a aquel jefe que da mucho y no toma nada —los impuestos son mala cosa—. Aunque estuviera de acuerdo con este último comentario, el resto formaba parte de su modo favorito de rebajar mis argumentos:—Así­ es como hay que hacer, y así­ es como lo hacemos—. Decidí­ saltarme el soliloquio. Ahora bien, incluso si pudiera estar bien visto el que Claudio se casara con la esposa de su hermano, aún quedaba el asunto del veneno. Estaba segura de que desaprobarí­an el fratricidio, de manera que continué, más esperanzada:—Esa noche Hamlet se quedó vigilando junto a los tres que habí­an visto a su difunto padre. El jefe muerto apareció de nuevo, y aunque los demás tuvieron miedo, Hamlet le siguió a un lugar aparte. Cuando estuvieron solos, el padre muerto habló—. —¡Los presagios no hablan![](— El anciano era tajante. —El difunto padre de Hamlet no era un presagio. Al verlo podrí­a parecer que era un presagio, pero no lo era—. Mi audiencia parecí­a estar tan confusa como lo estaba yo.—Era de verdad el padre muerto de Hamlet, lo que nosotros llamamos un 'fantasma'—. Tuve que usar la palabra inglesa, puesto que estas gentes, a diferencia de muchas de las tribus vecinas, no creí­an en la supervivencia de ningún aspecto individualizado de la personalidad después de la muerte. —¿Qué es un 'fantasma'? ¿Un presagio?— —No, un 'fantasma' es alguien que ha muerto, pero que anda vagando y es capaz de hablar, y la gente lo puede ver y oí­r, aunque no tocarlo—. Ellos replicaron.—A los zombis se les puede tocar—. —¡No, no) No se trataba de un cadáver que los brujos hubieran animado para sacrificarlo y comérselo. Al padre muerto de Hamlet no lo hací­a andar nadie. Andaba por sí­ mismo—. —Los muertos no andan—, protestó mi audiencia como un solo hombre. Yo trataba de llegar a un compromiso.—Un ‘fantasma’ es la sombra del muerto—. Pero de nuevo objetaron.—Los muertos no tienen sombra—.—En mí­ paí­s sí­ que la tienen—, espeté. El anciano aplacó el rumor de incredulidad que inmediatamente se habí­a levantado, y concedió con esa aquiescencia insincera, pero cortés, con que se dejan pasar las fantasí­as de los jóvenes, los ignorantes y los supersticiosos.—Sin duda, en tu paí­s los muertos también pueden andar sin ser zombis—. Del fondo de su bolsa extrajo un pedazo de nuez de cola seca, mordió uno de sus extremos para mostrar que no estaba envenenado, y me lo ofreció como regalo de paz. —Sea como sea—, retomé la narración,—el difunto padre de Hamlet dijo que su propio hermano, el que luego se convirtió en jefe, lo habí­a envenenado. Querí­a que Hamlet lo vengara. Hamlet creyó esto de corazón, porque aborrecí­a al hermano de su padre—. Tomé otro trago de cerveza.—En el paí­s del gran jefe, viviendo en su mismo poblado, que era muy grande, habí­a un importante anciano que a menudo estaba a su lado para aconsejarle y ayudarle. Se llamaba Polonio. Hamlet cortejaba a su hija, pero el padre y el hermano de ella … (aquí­ busqué precipitadamente alguna analogí­a tribal) le advirtieron que no permitiera a Hamlet visitarla cuando estaba sola en casa, puesto que él habí­a de llegar a ser un gran jefe y por tanto no podrí­a casarse con ella—. —¿Por qué no?—, preguntó la esposa, que se habí­a acomodado junto al sillón del anciano. í‰l la miró con gesto de desaprobación por hacer preguntas tontas, y gruñó,—Viví­an en el mismo poblado—. —No era esa la razón—, les informé.—Polonio era un extranjero que viví­a en el poblado porque ayudaba al jefe, no porque fuera su pariente—. —Entonces, ¿por qué no podí­a Hamlet casarse con ella?— —Habrí­a podido hacerlo—, expliqué,—pero Polonio no creí­a que realmente lo fuera a hacer. Después de todo, Hamlet habí­a de casarse con la hija de un gran jefe, puesto que era un hombre muy importante y en su paí­s cada hombre sólo puede tener una esposa. Polonio tení­a miedo de que si Hamlet hací­a el amor a su hija, ya nadie diera un alto precio por ella—. —Puede que eso sea cierto—, remarcó uno de los ancianos más sagaces,—pero el hijo de un jefe darí­a al padre de su amante regalos y protección más que sobrados como para compensar la diferencia. A mí­ Polonio me parece un insensato—. —Mucha gente piensa que lo era—, asentí­.—A todo esto, Polonio envió a su hijo Laertes al lejano Parí­s, a aprender las cosas de ese paí­s, porque allí­ estaba el poblado de un jefe realmente muy grande. Como Polonio tení­a miedo de que Laertes se gastara el dinero en cerveza, mujeres y juego, o se metiera en peleas, mandó secretamente a Parí­s a uno de sus sirvientes para que espiara lo que hací­a. Un dí­a Hamlet abordó a Ofelia, la hija de Polonio, comportándose de manera tan extraña que la asustó. En realidad— —yo buscaba azoradamente palabras para expresar la dudosa naturaleza de la locura de Hamlet——el jefe y muchos otros habí­an notado también que cuando Hamlet hablaba uno podí­a entender las palabras, pero no su sentido. Mucha gente pensó que se habí­a vuelto loco—. Repentinamente mi audiencia parecí­a mucho más atenta.—El gran jefe querí­a saber qué era lo que le ocurrí­a a Hamlet, así­ que mandó a buscar a dos de sus compañeros de edad (amigos del colegio hubiera sido largo de explicar) para que hablaran con Hamlet y averiguaran lo que le tení­a preocupado. Hamlet, al ver que habí­an sido pagados por el jefe para traicionarle, no les contó nada. No obstante, Polonio insistí­a en que Hamlet se habí­a vuelto loco porque le habí­an impedido ver a Ofelia, a quien amaba—. —¿Por qué—, preguntó una voz perpleja,—querrí­a nadie embrujar a Hamlet por esa razón?— —¿Embrujarle?— —Sí­, sólo la brujerí­a puede volver loco a alguien. A menos, claro está, que uno haya visto a los seres que se ocultan en el bosque—. Dejé de ser contadora de historias, saqué mi cuaderno de notas y pedí­ que me explicaran más sobre esas dos causas de locura. Aun cuando ellos hablaban y yo tomaba notas, traté de calcular el efecto de este nuevo factor sobre la trama. Hamlet no habí­a sido expuesto a los seres que se ocultan en el bosque. Sólo sus parientes por lí­nea masculina podrí­an haberlo embrujado. Dejando fuera parientes no mencionados por Shakespeare, tení­a que ser Claudio quien estaba intentando hacerle daño. Y, por supuesto, él era. De momento me protegí­ de las preguntas diciendo que el gran jefe también se negaba a creer que Hamlet estuviera loco debido simplemente al amor de Ofelia.—El estaba seguro de que algo mucho más importante estaba afligiendo el corazón de Hamlet—. —Los compañeros de edad de Hamlet—, continué,—habí­an traí­do con ellos a un famoso contador de historias. Hamlet decidió hacer que aquel narrador contara al jefe y a todo el poblado la historia de un hombre que habí­a envenenado a su hermano porque deseaba a la esposa de éste, y porque además querí­a convertirse él mismo en jefe. Hamlet estaba seguro de que el gran jefe no podrí­a escuchar la historia sin dar algún signo de ser realmente culpable, y de este modo podrí­a descubrir si su difunto padre le habí­a dicho la verdad o no—. El anciano interrumpió, con profundo ingenio,—¿Por qué habrí­a un padre de engañar a su hijo?— —Hamlet no estaba seguro de que fuera realmente su padre muerto—, respondí­ evasivamente. Era imposible, en esa lengua, decir nada sobre visiones inspiradas por el demonio. —Quieres decir— exclamó,—que en realidad era un presagio, y que él sabí­a que a veces los brujos enví­an falsos presagios. Hamlet fue tonto por no acudir antes que nada a alguien versado en leer presagios y adivinar la verdad. Un hombre—que—ve—la—verdad le podrí­a haber dicho cómo murió su padre, si realmente habí­a sido envenenado, y si hubo en ello brujerí­a o no la hubo; luego podrí­a haber convocado a los ancianos para tomar una determinación— El anciano perspicaz se atrevió a disentir.—Al ser un gran jefe el hermano de su padre, un hombre—que—ve—la—verdad podrí­a haber tenido miedo de decirla. Yo creo que es por esa razón por la que un amigo del padre de Hamlet —anciano y brujo— envió un presagio, para que así­ el hijo de su amigo lo supiera. ¿Era cierto el presagio? —Sí­, dije, dejando de lado fantasmas y demonios; tendrí­a por fuerza que ser un presagio enviado por un brujo.—Era cierto, por lo que cuando el contador de historias estaba contando su cuento ante todo el poblado, el gran jefe se levantó descompuesto. Por miedo a que Hamlet supiera su secreto, planeó matarlo—. El escenario de la siguiente secuencia presentaba algunos problemas de traducción. Comencé, con prudencia.—El gran jefe pidió a la madre de Hamlet que le sonsacara lo que sabí­a. Mas, previendo que para una madre su hijo está siempre por encima de todo, hizo esconder al anciano Polonio tras unas telas que colgaban junto a la pared de la choza de dormir de la madre de Hamlet. Hamlet comenzó a increpar a su madre por lo que habí­a hecho—. Hubo un asombrado murmullo por parte de todos. Un hombre nunca debe reprender a su madre. —Ella gritó asustada, y Polonio se movió tras la tela. Hamlet exclamó: ¡Una rata— Los ancianos se miraron unos a otros con supremo disgusto.—¡Ese Polonio era realmente un necio y un ignorante! Hasta a un niño se le habrí­a ocurrido decir: ’¡Soy yo—. Si no contesta voz humana inmediatamente, la flecha sigue su camino. Como cualquier buen cazador, Hamlet habí­a gritado,—¡Una rata![](—. Me lancé, a salvar la reputación de Polonio.—Polonio habló. Hamlet le habí­a oí­do. Pero pensó que era el jefe, y quiso matarlo para vengar a su padre. Ya habí­a querido hacerlo antes, esa misma tarde …—. Interrumpí­ la narración, incapaz de explicar a esta gente pagana, que no cree en la supervivencia individual tras la muerte, la diferencia entre bien morir rezando y morir—sin comunión, sin preparación, sin sacramentos—. Esta vez habí­a impactado en serio a la audiencia.—Que un hombre levante su mano contra el que, siendo hermano de su padre, se ha convertido en padre para él es algo terrible. Los ancianos deberí­an dejar que sea embrujado un hombre semejante—. Mordisqueando perpleja mi pedazo de nuez de cola, señalé que, después de todo, era quien habí­a matado al padre de Hamlet. —No—, sentenció el anciano, hablando menos para mí­ que para los jóvenes allí­ sentados entre los mayores.—Si el hermano de tu padre ha matado a tu padre, debes recurrir a los compañeros de edad de tu padre; son ellos quienes pueden vengarlo. Nadie puede usar la violencia contra sus parientes de más edad—. Le sobrevino otra idea.—Pero si el hermano del padre hubiera sido realmente tan infame como para embrujar a Hamlet y volverlo loco, entonces la historia es realmente buena, porque entonces él mismo serí­a el causante de que Hamlet, estando loco, no conservara razón alguna y estuviera dispuesto a matar al hermano de su padre—. Hubo un murmullo de aprobación. Hamlet volví­a a parecerles una buena historia, pero a mí­ ya no se me antojaba la misma. Según pensaba en las complicaciones venideras de la trama y los temas, me iba desanimando. Decidí­ rozar sólo de pasada el terreno peligroso. —El gran jefe—, continué,—no sentí­a que Hamlet hubiera matado a Polonio. Eso le daba una razón para enviarle lejos, acompañado por sus dos infieles compañeros, con cartas para un jefe de un lejano paí­s que, decí­an que debí­a ser asesinado. Pero Hamlet cambió lo que estaba escrito en las cartas, de forma que en su lugar mataron a éstos—. Encontré una mirada llena de reproche por parte de uno de los hombres a quienes yo habí­a dicho que una falsificación indetectable de la escritura no sólo era inmoral, sino que estaba más allá de la habilidad humana. Miré hacia otro lado. —Antes de que Hamlet pudiera regresar, Laertes volvió para el funeral de su padre. El gran jefe le contó que Hamlet habí­a matado a Polonio. Laertes juró matar a Hamlet por esto, y porque su hermana Ofelia, al saber que su padre habí­a sido muerto por el hombre a quien amaba, se volvió loca y se ahogó en el rí­o—. —¿Ya te has olvidado de lo que te hemos dicho?—, me echó en cara el anciano.—No se puede tomar venganza de un loco; Hamlet mató a Polonio en su locura. Y en cuanto a la chica, no es que simplemente se volviera loca, sino que se ahogó. Sólo la brujerí­a puede hacer que la gente se ahogue. El agua por sí­ misma no hace ningún daño, es sencillamente algo que se bebe o en donde uno se baña—. Empecé a enfadarme.—Si no te gusta la historia, no sigo—. El anciano hizo unos ruidos apaciguadores y me sirvió personalmente algo más de cerveza. "Tú cuentas bien la historia, y te estamos escuchando. Pero está claro que los ancianos de tu paí­s nunca te han explicado lo que realmente significa. ¡No, no me interrumpas) Te creemos cuando dices que vuestra forma de matrimonio y vuestras costumbres son diferentes, o vuestros vestidos y armas. Pero la gente es similar en todas partes. Allí­ donde sea siempre hay brujos, y somos nosotros, los ancianos, quienes sabemos cómo funciona la brujerí­a. Te dijimos que era el gran jefe el que querí­a matar a Hamlet, y ahora tus propias palabras confirman que tení­amos razón. ¿Qué parientes varones tení­a Ofelia?— —Solamente su padre y su hermano—. Hamlet claramente se me habí­a escapado de las manos. —Tiene que haber tenido más; esto es algo que también debes preguntar a tus mayores cuando vuelvas a tu paí­s. Por lo que nos cuentas, y dado que Polonio estaba muerto, debe haber sido Laertes quien mató a Ofelia, aunque no veo la razón—. Ya habí­amos vaciado uno de los cuencos de cerveza, y los hombres discutieron el tema con un interés rayano en lo ebrio. Finalmente uno de ellos me preguntó,—¿Qué dijo a su vuelta el criado de Polonio?— Retomé con dificultad a Reinaldo y su misión.—No creo que regresara antes de la muerte de Polonio—. —Escucha—, dijo el más anciano de todos,—y te diré cómo ocurrió y cómo sigue tu historia, y tú me puedes decir si estoy en lo correcto. Polonio sabí­a que su hijo se meterí­a en problemas, y efectivamente así­ fue. Tení­a muchas multas que pagar por sus peleas, y deudas de juego. Pero sólo habí­a dos maneras de conseguir dinero rápidamente. Una era casar a su hermana de inmediato, pero es difí­cil encontrar a un hombre que quiera casarse con una mujer deseada por el hijo de un jefe. Porque, si el heredero del jefe comete adulterio con tu mujer, ¿tú qué puedes hacerle? Sólo a un loco se le ocurrirí­a plantear un pleito a alguien que puede ser quien te juzgue en el futuro. Por eso Laertes tuvo que seguir el segundo camino: matar por brujerí­a a su hermana, ahogándola, para poder vender su cuerpo en secreto a los brujos—. Opuse una objeción.—Su cuerpo fue encontrado y enterrado. De hecho, Laertes saltó a la fosa para ver a su hermana por última vez. Por tanto, como ves, el cuerpo realmente estaba allí­. Hamlet, que acababa de llegar, saltó también detrás de él—. —¿Qué os dije?— El más anciano se dirigió a los demás.—No es que Laertes estuviera tratando precisamente bien al cuerpo de su hermana. Hamlet procuró estorbarle, porque al heredero del jefe, igual que a cualquier jefe, no le gusta que ningún otro hombre se enriquezca ni se haga poderoso. Laertes se pondrí­a furioso, porque habí­a matado a su hermana sin sacar de ello ningún beneficio. En nuestro paí­s, ese motivo hubiera bastado para que intentara asesinar a Hamlet. ¿Es eso lo que pasó?— —Más o menos—, admití­.—Cuando el gran jefe encontró que Hamlet aún viví­a, animó a Laertes a que tratara de matarlo y se las apañó para que hubiera una pelea de machetes entre ellos. En la lucha ambos cayeron heridos de muerte. La madre de Hamlet bebió una cerveza envenenada que el jefe habí­a dispuesto para Hamlet en el caso de que ganara la pelea. Cuando vio a su madre morir a causa del veneno, Hamlet, agonizando, consiguió matar al hermano de su padre con su machete—. —¿Veis? ¡Tení­a razón!—, exclamó. —Era una historia muy buena—, añadió el anciano jefe,—y la has contado con muy pocos errores. Sólo habí­a un error más, justo al final. El veneno que bebió la madre de Hamlet obviamente estaba destinado al vencedor del combate, quienquiera que fuese. Si Laertes hubiera ganado, el gran jefe lo habrí­a envenenado para que nadie supiera que él habí­a tramado la muerte de Hamlet. Así­, además, ya no tendrí­a que temer la brujerí­a de Laertes; hace falta un corazón muy fuerte para matar por brujerí­a a la propia hermana—. Envolviéndose en su raí­da toga, el anciano concluyó: —Alguna vez has de contarnos más historias de tu paí­s. Nosotros, que somos ya ancianos, te instruiremos sobre su verdadero significado, de modo que cuando vuelvas a tu tierra tus mayores vean que no has estado sentada en medio de la selva, sino entre gente que sabe cosas y que te ha enseñado sabidurí­a—.